viernes, 21 de octubre de 2011

“¡Que se vayan todos!”: La bronca cumple 10 años

Por Andrés Krom

Un nuevo aniversario del lema que marcó a fuego las movilizaciones de 2001 invita a reflexionar sobre las implicancias que tuvo en la vida institucional argentina.
Las plazas no eran lugares de esparcimiento, las cacerolas no servían para cocinar y la moneda nacional a duras penas cumplía su cometido. En ese escenario, diez años atrás, se gestó la mayor crisis que conoció la Argentina y la consigna que cristalizó el hartazgo de grandes sectores de la sociedad, “¡Que se vayan todos!”.

La premisa parecía exagerada, pero tenía una lógica propia difícil de refutar. Durante los años más rancios del neoliberalismo nacional, las barreras éticas entre la política, la justicia y la economía se habían disipado. ¿Cómo podía el statu quo sacar al pueblo del pozo que había cavado?

Ante las demandas masivas, el poder legislativo pugnaba por el rumbo a seguir. Durante la presidencia interina de Eduardo Duhalde, Cristina Fernández de Kirchner, la entonces senadora de la Provincia de Santa Cruz, presentó un proyecto de ley que proponía caducar todos los mandatos electivos y convocar a nuevos comicios. La iniciativa cosechó varias adhesiones en ambas cámaras pero no prosperó a nivel parlamentario.

Aunque aún quedan escépticos que sostienen que, al final, “no se fue nadie”, un análisis somero revela que los reclamos populares de oxigenación en los diversos poderes del Estado no fueron del todo infructuosos. Existe una larguísima lista de ex funcionarios que han desistido de cualquier aspiración a volver a ocupar un cargo público. Por otro lado, el radicalismo se sumió en una grave crisis partidaria que arrastra hasta el presente y se gestó un debate nacional sobre qué rol cumplen –o deberían cumplir- los organismos financieros internacionales en los países en vías de desarrollo.

“El ‘que se vayan todos’ era un concepto síntesis de un espíritu de la época, de la manifestación crítica de una conflictividad que venía acumulando contradicciones desde hacía ya varios años”, sostiene Pablo Lumerman, director de la Fundación Cambio Democrático. “Fue una interpelación al poder. Era claramente un nuevo canto, cargado de rabia y frustración. El enojo era con un sistema que la trascendía y que, hay que aceptarlo, la subordinaba de forma mayúscula”.

Una década más tarde, los indicadores institucionales ofrecen una visión más alentadora. Se calcula que la renovación en el Congreso ha sido casi total. El voto en blanco y el impugnado, que tan solo ocho años atrás cosechaba cientos de miles de adhesiones, ha bajado significativamente en los últimos comicios. Sería desacertado afirmar que el pueblo se ha reconciliado plenamente con las instituciones, pero hay elementos suficientes para pensar que algunas heridas han comenzado a cicatrizarse.

“Uno podría reflexionar si acaso no hubo un regreso o reencuentro con la política y lo social por parte de la ciudadanía”, afirma Lumerman. “Recordemos que, luego de la primavera democrática de los ochenta, se produjo en la Argentina -y en el mundo en general- una devaluación generalizada de la política y el Estado. Fue para la ciudadanía un momento de eclosión general, motivado por esa experiencia traumática inicial de buscar participar en las decisiones que afectan su vida”.

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